Aureo Herrero

 

Colaboraciones

 

 

Réquiem

Por Alejandro Pérez García

 

é que no me lo preguntas por no molestar. Agradezco tu discreción. Eres un amigo de lujo. Me encanta tenerte a mi lado; no sólo para irnos de fiesta, de copas o de cena con las mujeres, también para compartir los malos tragos, como éste que ahora amarga mis silencios. Hay agobios que no pueden confiarse a cualquiera, ni siquiera a la enamorada que nos mira satisfecha en la foto de la boda. Cómo voy a contar mi problema a Eva. No; éste, no. Podría sentirse celosa, se reiría de mí o me creería un imbécil por preocuparme de algo que no tiene importancia. Para mí sí que la tiene. Sé que tú compartes conmigo esta desolación y entiendes que llore su pérdida. ¡Pobre Granadina! Tan sensible, tan festiva, tan unidos... y que haya acabado así, en un accidente tan tonto, tan doméstico.

Mientras tomas otro jerez y repasas este álbum de fotos, yo te cuento... (...)

¡Ah, que no! Que ese ya le tienes muy visto. Bueno, pues toma este otro, es de cuando estábamos en la tuna de la facultad. ¿Recuerdas? ¡Qué tiempos! Las rondas que dedicábamos a las internas de los colegios mayores, los pasacalles por la Ciudad Universitaria, la jarana que organizábamos en los guateques... ¿Cómo no voy a sufrir con estos recuerdos? Siempre iba con ella.

Jamás olvidaré el día que la vi por primera vez. Acababa de salir de su aposento, único, sólo para aquella ocasión. Según yo la iba quitando la vestimenta, única también, ella me regalaba el perfume de sus baños desnudos, de miel y chocolate. ¡Qué presentación! Sus curvas robustas, su tacto suave y su olor profundo me cautivaron para siempre. Ella no sabía nada de mi ignorancia. Yo tampoco sabía mucho de sus gracias, pero me enamoré como lo que era, un muchacho de secundaria con ganas de tocar. Bastó imaginarme un futuro a su lado, siempre entre mis brazos. Aquella ilusión fue creciendo hasta hacerse realidad. Ella iba entrando en mi vida lentamente. Poco a poco fui adiestrando mi torpeza para sacar los mejores placeres de sus adentros. Pero no te creas, no fue nada fácil; muchas veces sufrí el dolor del desaliento, y hasta tuve la tentación de abandonarla para siempre en el rincón de los olvidos.

Sí, ya sé que habría sido una estupidez, pero qué querías... Era la primera. Nuestra relación exigía sacrificios y mucha constancia. Todo cambió cuando aprendí a descubrir sus encantos. Entonces, para no molestar, nos reuníamos cada tarde en un cuarto que teníamos en el desván. Su dulzura era cada vez más atractiva. Yo contaba los latidos en su cuello con mi mano izquierda, acariciadora; mientras con la derecha, sobre su cintura, la hacía vibrar. Mis arrumacos recibían respuesta de inmediato. Ella me obsequiaba con sus besos, coplas con ritmo de amor. Con frecuencia, sus gorjeos nos transportaban a un mundo mágico, donde practicábamos nuestra conversación callada. Los dos, ella sobre mi regazo y yo sentado en la silla de enea, componíamos una figura armoniosa. Así abundábamos en la faena hasta conseguir el placer de la perfección, que llegaba después de exhaustivos ejercicios de orden y medida, de alegría y sentimiento, también de dolor.

Estuvimos así más de treinta años. ¿Te imaginas? Más que con la madre de mis hijos. La Granadina era otra cosa, tú lo sabes bien. Yo con ella y tú con la tuya compartimos muchas noches de luna y brasero: preparando exámenes, celebrando algunos aprobados o borrando los duelos de muchos suspensos. Lo mío con ella fue un desenfreno, lo reconozco. ¿Te acuerdas de aquel año que nos dio por ir a los cumpleaños de todos los amigos y conocidos? Fue el curso de más calabazas, es verdad, pero con mi gitana del Sacromonte fui todo lo feliz que se podía ser en aquellos tiempos. Luego recapacité. Empecé a pensar en el futuro, pero nunca dejé de quererla y disfrutarla. Esto no cambió nada cuando Eva entró en mi vida y yo terminé la carrera, o cuando nos casamos y nacieron los niños. Siempre, en mis penas y en mis alegrías, en mis éxitos y en mis fracasos, estuvo conmigo la Granadina; así la llamaba yo cariñosamente. Eva y los chicos lo sabían y, aunque a veces no ponían buena cara, consentían y aguantaban. La Granadina era mi otro amor, sin condiciones, sin adulterio.

Todo perfecto. Aunque últimamente ya no me dedicaba a ella como cuando era joven, para mí seguía siendo muy especial. Por eso ayer, cuando la vi tirada en el suelo, inservible...

Déjame llorar, anda; luego te burlas de mí, si quieres, pero permíteme...

Cuando la vi en el suelo -te decía- quise morir. Estaba rota, aplastada bajo el aparador, víctima de una mudanza desafortunada, innecesaria. Mi Granadina se había convertido en algo así como la leña de un árbol sin sitio, pero una leña de lujo, mezcla de palosanto, cedro y ébano. Todavía pude ver su cuello enjoyado, su peineta de bailaora, su boca y su garganta de tenor. Su cuerpo y sus seis registros polifónicos, bordones descompuestos, aún querían ofrecerme el adiós de las últimas notas. Allí estaba lo que ya no era, entre las partituras de "Las Cintas de mi Capa", "El Vals de Las Olas", "Soñando" y "Clavelitos", que se movían sin son empujadas por una brisa lastimera. Aún tuve fuerzas para recoger aquellos vestigios de su alma rondadora, de mi alma alegre de toda la vida. Entre tanto estropicio se salvaron sus señas de identidad, una etiqueta despegada de algún lugar de sus entrañas, que yo quise colocar sobre los restos irreconocibles, para que quedara constancia de quién fue: "GUITARRAS SACROMONTE -ARTESANÍA DE CALIDAD HECHA EN GRANADA. FRENTE AL GENERALIFE".

©Alejandro Pérez García

TÍTULO ORIGINAL: "Leña y papel". Da título a un libro de treinta relatos en proceso de edición. Diciembre 2008